El recordado
ato de mis muertos
Por JESÚS
SOSA CASTRO
Cuando algunas veces me escapaba a mi guarida de descanso en
un lugar de Morelos, allí, por las tardes, solía disfrutar de los espacios
verdes caminando con mi padre. Cuando él muere mi acompañante pasa a ser Yari. Durante
el recorrido que hacía con él, venían a mi mente las conversaciones que
formaron parte de nuestro quehacer. Él me hablaba de mi madre con mucha
devoción, de la pobreza que vivieron, del mal trato que recibía de sus “jefes” y
de su conducta solidaria con otros agraviados por el autoritarismo de los tatas
mandones. Se quejaba del ominoso patriarcado que cercó sus derechos y sus
acciones
En las caminatas que hacía con Yari, mi perro, volvían recuerdos
que tenían que ver con la familia, con amigos y camaradas. Recordaba que en
esos tiempos compartíamos debates y esperanzas libertarias. Hablábamos de nuestro
mundo, de planes políticos y de todo lo que requerían nuestras vidas y el país.
Era un placer hablar y discutir sobre proyectos sociales asistidos por la luz
del sol canicular y de los cielos llenos de estrellas. Nuestras narrativas expresaban
los sólidos esfuerzos que mis padres, mis hermanos, mis amigos y yo traíamos
prendidos en el alma
Cuando caminaba solo con mi perro y ya de regreso a mi casa, bajo
el encino o la araucaria de mi jardín, meditaba sobre lo que ha sido mi vida. Por
las tardes y en el mayor silencio, disfrutaba del gorjeo y del aletear de los
mirlos y las urracas que llegaban a mis árboles en busca de pausar el cansancio
de sus alas. En ese ambiente aparecían hechos que antes mi padre guardaba para
sí. Cuando vivía y trabajaba en el campo -me dijo una vez- estuvo
conmigo un indígena que
apodaban “El Cuándo” Este Señor tenía un hijo que no hablaba el español y
quería estudiar para aprehenderlo. Yo lo ayudé con lo que pude
Mi padre me comentó que a ese niño le gustaba juguetear con
su soledad, con sus recuerdos y disfrutar de las sombras de un tamarindo que, cuando
regresaba de la escuela, le daba cobijo a su cansancio. Me decía que le
cautivaban sus sombras y las flores donde bebían la miel los colibríes. Que el niño
veía cómo este pajarillo buscaba el dulzor que se escondía en el lugar donde a
las flores les nacen los pistilos
Papá, yo quiero ser un colibrí le decía a su padre. Y el niño,
empezaba a zurcir una serie de ideas creyendo que un día podría volar como el picaflor.
Un día su padre le espetó: Busca en tus libros la manera de convertirte en lo
que quieres. Y el niño buscó en los textos que cargaba en su mochila. Con los
días, fueron tomando forma sus querencias, sintió que le salían alas, que su
pensamiento volaba y que los libros le insuflaban el aliento necesario para
levitar. Pasados los años mi padre ya no supo más de Don Cuando ni de su hijo. Y
hoy, apretujado por todo lo que encierran estos sentimientos, recuerdo a mis
padres, a mis familiares idos, a Don Cuando, al tamarindo y al colibrí, porque en
estos largos tiempos ya son solo parte del recordado ato de mis muertos