Los
sueños de un indio pata rajada
Por JESÚS
SOSA CASTRO
Como el joven pastor del que
habla Hesíodo, yo también viví días amargos en mi infancia y en mi juventud. Nací en lo más profundo de
la sierra madre del sur. En mi niñez, viví en cuevas naturales, y en ellas, pude
ver el desprendimiento de las lágrimas de la tierra. Mi cama era un petate de
palma y la cobija varios costales de yute. A los ocho años, mi padre y yo, madrugábamos
para hacer las labores del campo. Después de recoger las gavillas de Zacate nos
recostábamos en los surcos y mirábamos las estrellas. Era admirable la
pulcritud azulada del cielo. Mi padre hablaba de la Cruz del sur y de la
influencia de la luna en el período de la siembra
Mi imaginación se desprendía de mí y empezaba un vuelo del
que retornaba cuando la realidad nos amanecía. Había que almorzar lo de
siempre. Tortillas con salsa de chile guajillo, pepitas de calabaza y
recurrentemente, frijoles. Después, la tarea era irnos al campo a trabajar. En
esta etapa de mi vida mi ejemplo fue mi padre. Con él aprendí a valorar el
trabajo, la humildad, la colaboración entre campesinos y el significado de la
dignidad y el amor por la vida. Sufrí y soñé. Mis ojos y mis oídos no tuvieron la temprana
oportunidad de ver y oír lo complejo de otros hechos que ocurrían en el mundo.
Mis primeros años los pasé en la soledad de las montañas, durmiendo horas en el
suelo mientras mi madre se pegaba al metate para darnos de almorzar lo de siempre
En mis sueños construía un mundo imaginario, mientras los
pájaros me despertaban con sus cantos. La humedad de la noche terminaba y
comenzaba el sol a imponer su calor. Se acababa el torrente de sueños, de
versos y de cosas imaginarias que salían de mi Ser sin sentido y sin rumbo. Solo
las prédicas de mi maestro rural llenaban de saber esas aspiraciones que
ocurrían en mis noches de silencios y soledad. Fue entonces que empecé a
entender las reflexiones de Hesíodo, el niño griego y poeta que, al ser víctima
del olvido y del silencio, empezó a darse cuenta del valor de las palabras y de
la reflexión. “Sustanció el verbo, especialmente cuando era utilizado para
transformar la conciencia y convertir al ser humano en el principal motor de
los cambios sociales” (*)
A partir de esos instantes, yo hice de la palabra oral y
escrita el principal instrumento de mi quehacer. Quería acabar con mis
debilidades y darme la oportunidad de formarme en las filas de los que sueñan
con un nuevo mundo. Jorge Luis Borges me llevó a entender que, de los diversos
instrumentos del hombre, el más asombroso es el libro, es una extensión de la
memoria y de la imaginación. Solo que cuando empecé a cultivar mis
conocimientos, mis ojos ya habían envejecido y la lectura empezó a perder
fuerza en mis acciones que siempre quise ligar con los cambios de la sociedad.
Hoy, a muchos años de distancia, quiero irme con la satisfacción de haber
reconocido mi ignorancia sobre muchas cosas. Pero lo que he vivido, afirmo, me
cambiaron mi soledad y, por supuesto, el curso de mis sueños
(*) El infinito en un junco de IRENE VALLEJO
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