Las montañas y veredas que oyeron mis
pasos caminar
Por JESÚS SOSA CASTRO
Varias veces he contado
aquí que estudié media primaria en una escuela rural ubicada en una depresión
que forman dos grandes macizos montañosos en la mixteca poblana. En este lugar
fui dejando anticipadamente mi niñez porque a mi padre le urgía que yo le
ayudara a trabajar para disminuir un poco la miseria que rodeaba a esta familia
campesina. Pronto aprendí a manejar las herramientas del campo, a correr a caballo
por el monte atajando el ganado que entraba a los sembradíos y a roturar la
tierra para meses después mirar satisfecho el producto de mi trabajo
Junio era el tiempo de
sembrar y a fines de noviembre había que recoger la cosecha. Mi padre formaba
parte de la cultura del tequio, de la ayuda mutua, de la solidaridad. Levantar
la cosecha reunía a decenas de personas de los ranchos vecinos. Las mujeres se
encargaban de ayudar a mi madre en la molienda, a matar los guajolotes, hacer
el mole y las tortillas para darle de comer a la gente. Siendo chamaco, me
gustaba que los hijos de los campesinos y yo compartiéramos el acarreo de la
mazorca. Disfrutábamos bajar las laderas encarrerados montados en los burros, compitiendo
para ver quién de los chilpallates llegaba primero al lugar donde volvería a
ser cargada la mazorca
En este quehacer conocí
a muchos campesinos como mi padre y como yo que cincuenta años después recuerdo
con respeto. Dos de ellos eran Florentino y su hermano José Mejía. Por su
sembrado se abría un camino por el que pasábamos los burros cargados de maíz, los
enseres que componían el patrimonio de una familia semi nómada y un montón de
pollos y gallinas enganchados en racimos en la parte lateral de la silla de los
burros. Atrás venían los niños arreando las parvadas de guajolotes que se daban
como almácigos comiendo de todo en los terrenos de la siembra
Estos hombres y sus
familias se me perdieron hace décadas. Fue al través de las redes sociales que encontraría
una rama de ese árbol que compartió sus sombras durante algunos años de mi vida.
Me puse a hurgar en el muro de Concepción Mejía y al final encontré que lo que
sólo era una suposición, se convirtiera en una hermosa realidad. Seis décadas
de no saber nada de esta familia me volvió a esas tierras inhóspitas que tanto
me enseñaron en mi juventud. De inmediato me puse a buscar todos los hilos
sobre ella, no sólo porque me interesaba comprobar nuestro parentesco sino porque
sus ideas y sus comentarios sobre esas tierras eran similares a los míos
A los pocos días nos
buscamos y formalizamos un encuentro que estamos a punto de realizar. La hija
de José Mejía quien traté y quien junto a mi padre contribuimos a darle vida a
lo que ahora son poblados abandonados por las manos del Señor, la llenaré de
abrazos en este único y especial encuentro que vamos a tener. La veré en su
casa porque mi viejo cuerpo ya no es capaz de subir las enhiestas montañas que
en otro tiempo caminé. Son lugares de los que mucho aprendí pero que hoy, seis
décadas después, vuelvo solo en plan de recuperar mis recuerdos que, en varias
alforjas, guardado celosamente con la mayor devoción
Durante este tiempo esas
montañas no oyeron caminar mis pasos. Me alejé de ellas para alimentar mi alma
con algo más que la hermosa rutina de ver las estrellas tendido en un petate de
palma a la caída de la noche. Con Conchita nos encontraremos en su casa de
Axuchitlán a unos metros del río que en épocas de estiaje llevábamos el ganado
a tomar agua. Recorreré el mismo camino que en mis años mozos llevaba a los
peregrinos montados en los burros para ir a la feria de Tejalpa. Veré esos
cerros y esas cañadas por última vez. Quiero llevarme en mis ojos la fotografía
de esos lugares tan pobres y tan míos como lo era en mi niñez ver al padre de
Conchita cortar las enormes sandías y trabajar el huerto de papayas que
alrededor de su pozo, cuidaba como la niña de sus ojos
Regresar a esos lugares
me da cierta tristeza. Ya no conozco a nadie de mi generación que junto conmigo
pudiéramos oler los sudores nuestros y oír caminar las bestias que cansadas
llevaban sobre sus lomos las pesadas cargas de maíz. Me acompaña mi esposa en
esta aventura. Ella es una mujer que ya en otro momento estuvo conmigo
visitando lo que antes eran nuestras chozas y que ahora han sido derruidas por
las hierbas y el monte que en otro tiempo cortamos para vivir cerca de un
futuro que esperábamos sembrar. Hoy, otras generaciones admirarán esas veredas
y esas montañas, las cuales, estoy seguro, también oirán sus pasos caminar
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