La furia y el silencio. Reseña de una
historia personal
Por JESÚS SOSA CASTRO
Capítulo Uno
En una caja de cartón,
mi madre me puso dos mudas de ropa. Se preparaba mi viaje a un mundo que no era
mi mundo. Dejaba atrás mi arraigo a la tierra, a mis padres y a un puño de
hermanos que, en su imaginario, desconocían el rumbo que mi salida de esas
montañas iba a significar. A eso de las 8 de la mañana de un día del mes de
junio de 1953, mi padre tomó en sus manos la caja y emprendimos el camino hacia
el punto donde tenía que tomar el camión que me llevaría a la ciudad de Acatlán
de Osorio. Dejaba atrás la escuela rural que me enseñó a leer y a escribir,
para inscribirme en la Escuela Maximino Ávila Camacho de Acatlán, Puebla, que
me permitiría cursar el 5º y el 6º año de primaria
Todo empezó de manera
normal- Mis tías me acogieron como un integrante más de su familia y me
enseñaron a rezar todas las noches antes de acostarme a dormir. Me inscribieron
en la “doctrina “que en el curato de la iglesia el sacerdote nos daba a la
muchachada de esa región. Deporsí lo que se nos enseñaba no se sostenía
científicamente, pero nuestra ignorancia no logró distinguir lo religioso de lo
científico, éramos víctimas de nuestra ignorancia ancestral y de una cultura
cercana a lo que en esa región años antes había impulsado el movimiento
cristero. Una tarde de esas el cura nos metió en el cerebro una pifia que hasta
ahora recuerdo con furia. La religiosidad en esa región de la mixteca poblana
no desmentía la influencia de ese movimiento que arrastró a miles de campesinos
cuyo grito de batalla era “Viva Cristo Rey” que en su tiempo se había extendido
por esta región sur de un Estado conservador, a veces, demasiado intolerante y
fanático del catolicismo rupestre
Era costumbre que los
viernes por la tarde, todos los niños y jóvenes teníamos que ir a la iglesia a
tomar la doctrina que la mayor de las veces nos metía por los cinco sentidos el
cura de la iglesia. Para tal día, nos dijo amenazante, no saldrá el sol. Hay
demasiados pecadores que no oyen ni se pliegan al mandato de Dios y nos va a
castigar. Habrá mucha oscuridad, hará mucho frío y las aves dejarán de volar.
Ustedes tienen que decirles a sus padres de esta amenaza para que se preparen,
porque algo siniestro nos puede ocurrir a toda la humanidad
Ni tardo ni perezoso,
sin avisarle a mis familiares que me daban cobijo, tomé el autobús para ir
hasta donde mis padres para avisarles de la catástrofe que se acercaba contra
los incrédulos. Recorrí ochenta kilómetros en autobús y ocho a pie por veredas y
montañas, para llegar con ellos y prevenirlos de lo que nos había dicho el cura
de Acatlán. Mis padres dormían. El trabajo del campo y los silencios de las
noches de montaña, no daban para desvelos ni correrías que llevaran otros
encantos al corazón. El trabajo del campo cansa y en esos inhóspitos lugares
solo las luciérnagas alumbran la pasmosa oscuridad. Llegué jadeando. Traía la
prisa de informar a mis progenitores las palabras ominosas del cura de marras.
No quería que, a mis hermanos y a mis padres, pudieran ser sepultados por una
oscuridad en esas montañas sin antes, siquiera, santiguarse o prenderle unas
velas al señor
Toqué la puerta como a
eso de las once de la noche. Supongo que extrañado y con reflejos de
preocupación en su rostro, mi padre se preguntó en ese momento qué diablos
hacía su hijo que estaba estudiando el quinto año de primaria a ochenta
kilómetros en el Sur de la mixteca poblana, casi en los límites con Oaxaca.
Papá, le dije. Vengo a decirles que para el viernes próximo no va a salir el
sol. Vamos a quedar en tinieblas porque Dios va a castigar a quienes no
obedecen las reglas de su iglesia. Deben ustedes tomar las medidas para que no
se queden en la oscuridad. Mi padre me agarró de la parte alta del codo y me
metió a la casa de chinamite. Mira muchacho, me dijo con voz sentenciosa. Eres
un baboso. De nada te sirven los estudios, ¿quién carajos te anda metiendo
estas mentiras en la cabeza? Nada más andas gastando dinero y tiempo a lo
pendejo, te me regresas de inmediato o te quedas a trabajar conmigo en el campo
para que te sirva de escarmiento y dejes de andar transmitiendo mentiras
Sin mayor contemplación
me regresé, cabizbajo a eso de media noche por los mismos caminos que me sabía
de memoria porque diariamente los recorría cuando iba a estudiar en la escuela
rural. No tuve capacidad para entender lo que el cura y mi padre sostenían, uno
a partir de su experiencia y el otro poniendo en juego su fanatismo y una
formación ideológica por demás fuera de la ciencia. Llegué de regreso a la casa
de mis tías y obtuve el segundo regaño. Por más que les expliqué las razones de
mi ausencia por horas, y sin aviso a sus personas, no concebían que un chamaco
hubiera desaparecido sin informar nada sobre las intenciones que traía en las
circunvoluciones de su cabeza. Asumí con tristeza el desafío de la crítica y de
los regaños resultado de mi ignorancia
Varios viernes después
de que el cura nos metió en la cabeza el colapso del mundo, nos dijo a la
chamacada que el Señor se había dado cuenta de nuestro temor a él y que eso
había sido la razón de que el fenómeno natural que nos llevaría a la oscuridad,
no se hubiera dado. Tiempo después supimos que él era el dueño de la mayor
parte de los negocios que vendían los enseres que servían para alumbrarnos. Sus
tiendas agotaron las velas, candiles, veladoras, petróleo y muchos insumos que,
por miedo, los ignorantes como yo, habíamos comprado para salvarnos de la
oscuridad que nos amenazaba
Había razones para que
yo actuara con tal carga de ignorancia y de creencias religiosas. Mis padres lo
eran y mis tías compartían con mayor cercanía las prédicas de un cura que se
aprovechaba del destino sería el campo, que seguiría con mi padre arando la
tierra que nos alimentaba y seguiría viviendo en esas regiones montañosas del
nudo mixteco por el que se cruzaban las lenguas, las tradiciones y las culturas
indígenas de los tlapanecos y zapotecas
Mi regreso al campo no
significó ningún cambio respecto de mi concepción sobre la vida. Las creencias
religiosas seguían tan firmes y presentes en mí, que de cuando en cuando hacía
el papel de monaguillo cuando en la iglesia de mi pueblo llegaba el sacerdote para
oficiar misas por encargo. Mi único orgullo consistía en haber leído con
infinita pasión El Corazón diario de un niño de Edmundo de Amisis, me había
convertido en un conocedor de la hidrografía, orografía, y capitales de la mayor
parte de los países del mundo y saber manejar las cuatro operaciones básicas de
la aritmética que se enseñaba en las escuelas primarias. Mi mejor recuerdo que
guardo de esas entrañables épocas, era el nombre y la capacidad profesional de
mi Maestro Moisés Flores Guevara que me enseñó a leer, escribir y hacer cuantas
en una escuela rural que aún traigo en mi corazón
Un día, durante sus
vacaciones, llegó a la casa de mis padres ubicada en la parte alta de las
montañas de la Mixteca, mi tío Rutilio Castro Solís, un estudiante normalista brillante
que al mismo tiempo estudiaba la Normal superior y Ciencias Biológicas en la
escuela de Medicina de la UNAM. Me preguntó cómo había salido de la escuela
primaria Maximino Ávila Camacho de Acatlán donde vivían su madre y sus
hermanas. Me pidió ver mis calificaciones y al hacerlo, le planteo a mi padre
que me viniera con él a la ciudad de México para seguir estudiando la
secundaria y la normal. Mi padre opuso resistencia, pues consideraba que el
trabajo del campo era más importante que el estudio. Sin embargo, fue
convencido de que yo debería seguir estudiando después de escuchar los
argumentos de mi tío
Cuando llegó el momento
mi mundo emocional se quebró. La ciudad de México no solo me parecía lejana,
ajena a mis costumbres y a mis ligas con el campo y con mis padres. La única
ciudad que conocía era Acatlán que en ese entonces era una especie de rancho
grandote, la que podías recorrer caminando de norte a sur y de este a oeste en
unos cuantos minutos- El día de la separación de mis padres, de mis costumbres
y de mis culturas indígenas, llegó. Me di cuenta que mi padre vendió dos
guajolotes y dos cabras para cubrirme el pasaje y unos dineros más para el camino
que iba a emprender. Cambié mis huaraches de llanta por unos huaraches zapato
que eran de otro material. Quien los portaba podía presumir de que su situación
económica había dejado atrás la pobreza extrema y avanzaba hacia otro nivel de
la escala social. Puras falsas ilusiones
Colocamos en el burro
mi caja de cartón en la que mi madre me había puesto mi ropa, enrumbamos camino
para llegar al punto en el que tomaría el autobús que me llevaría a la ciudad
de México. Recuerdo que salimos a las 9 de la mañana del lugar llamado el 31 y
emprendí el largo viaje de cerca de doce horas hasta el entonces Distrito
Federal. Mi tío fue por mí a la terminal de autobuses que estaba por el anillo
de circunvalación, cerca de lo que ahora es la cámara de Diputados. Lo primero
que me impresionó fueron los semáforos, el color que había que esperar para
seguir caminando y ver quién y desde donde los estaban manejando. Caminaba por
las calles casi corriendo, me espantaba la enorme cantidad de vehículos que
llenaban las calles de la ciudad
Mi tío tenía internado
y comedor, resultado de sus buenas calificaciones. Cada estudiante de
provincia, generalmente tenía a su cargo a un familiar que se había traído de
su lugar de origen como una muestra de solidaridad para con sus familiares o
vecinos. Vivíamos hacinados en el internado y comíamos las sobras de los que
tenían derecho a comedor, Nos llamaban las gaviotas. Pasábamos una vez que ellos
habían terminado de comer y era entonces que nosotros, los arrimados, íbamos por
los sobrantes. Así viví varios meses hasta que adquirí mis derechos de
estudiante, mostré mi registro de inscripción en la secundaria anexa a la
normal y las primeras calificaciones con promedio mínimo de ocho, para gestionar
el derecho a internado y comedor
Cuando estaba a punto
de presentar el examen para mi ingreso a la secundaría me vino una especie de
crisis personal. Aparecieron mis complejos de campesino, especialmente en lo
que se refería a los conocimientos y a las formas de expresión. Veía que los jóvenes
de la ciudad y de otros centros urbanos se conducían con mucha propiedad.
Mostraban seguridad personal y los maestros dirigían mayores atenciones a
ellos. Los de provincia no éramos motivo alguno de preocupación. El orgullo y
la soberbia de los citadinos nos lastimaban de diversas maneras. En mi caso, no
solo era la pobreza de mi lenguaje, el modo de hablar, sino el hecho de que la
pobreza que se veía en mi persona me hacía víctima de las vejaciones y las
burlas de muchos jóvenes citadinos
Con los meses fue
subiendo mi autoestima. El hábito de la lectura que traía desde estudiante en
la escuela rural, encontró en mi maestra de literatura un símbolo que echó por
tierra mis viejos complejos. Nos hacía leer un libro cada semana. Los viernes nos
pasaba al pódium del salón de clase y cada uno de los alumnos tenía que dar su
versión de lo que había leído sobre el libro. La primera vez que me tocó
cumplir con esta tarea sentí pavor. Los ojos de mis compañeros y de mi maestra
me paralizaron y frente a ellos, no supe decir mayor cosa sobre el contenido del
texto. ¿Qué le pasa, jovencito? dijo con vos solemne mi maestra a la que le
llamaban la gata, supongo que el apodo correspondía a la forma en que
escudriñaba la personalidad de sus alumnos. No puedo explicarlo, maestra, pero
-hice una señal poniendo mi dedo en la cien de mi cabeza- aquí traigo las
ideas, pero no las puedo expresar. Mire jovencito, me dijo subiendo el tono de
su voz, cuando se tienen las ideas, explicarlas es bastante sencillo, y usted
lo que le faltan son las ideas, por eso no puede explicar nada
De momento este
incidente aumentó mi inseguridad, mis complejos. Con los meses, fui venciendo
estas debilidades. Platicaba de estos asuntos con mi tío y siempre me
aconsejaba hacer crecer mis lecturas. Aunque, a decir verdad, todas tenían que
ver con las cuestiones religiosas, pues sin falta, los domingos íbamos a misa,
y nuestro tiempo lo dedicábamos a recorrer iglesias que fortalecían, según él,
nuestro espíritu cristiano. Fue así como volví a retrotraer mis antiguas
creencias y mis experiencias de monaguillo cuando en la iglesia le hacíamos
misas a la Sagrada Familia, los santos patronos de mi pueblo. Cuando terminé el
1er año de secundaria y fui de vacaciones a visitar a mis padres, lo primero
que hice fue ofrecerles a los santos de mi antigua iglesia, a Jesús María y José,
comprarles, con mi primer sueldo, sus hábitos. Mi promesa era como una ofrenda
a mi devoción y a mis años de monaguillo. ¡No tuvieron suerte! Porque una vez
que entré al 1er año de normal y mis lecturas habían crecido tanto como mis relaciones
con luchadores maestros, ferrocarrileros, médicos y comunistas, mi pensamiento y
mis ideas se fueron modificando a favor de un rasocinio que mucho tenía que ver
con los ideales de Valentín Campa, Othón Salazar y Demetrio Vallejo. Por lo
tanto, mi promesa a los santos de mi pueblo, quedó incumplida
Cuando ya estaba a
punto de terminar la normal, sucedieron dos hechos que me cambiaron la vida y
acotaron mis reflexiones religiosas. Mi tío Rutilio, a quien debía mi formación
educativa y los cambios que se estaban dando en mi vida, murió en un trágico
accidente en las Lagunas de Zempoala, en el Estado de Morelos, en los límites
con el Estado de México. Había ido a un día de campo con su novia, su madre y
sus hermanas y por andar cazando animales e insectos de esa región que
necesitaba en la escuela de medicina de la UNAM, se cayó de un árbol y murió de
manera dramática. No concebía que un hombre tan apegado a sus creencias
religiosas, hubiera muerto tan pronto y sin ninguna misericordia de los santos
de su devoción. El otro hecho que influyó en el cambio de mis ideas, fue mi
acercamiento con Lucio Cabañas, Genaro Vásquez Rojas y Ramón Danzós Palomino.
Los dos primeros maestros y luego guerrilleros, el tercero, un destacado líder
campesino
Al terminar la Normal
todos los que éramos de provincia quedamos en el desamparo. Se nos terminó el
Internado y el comedor. Nos ofrecieron salir del DF para empezar a trabajar de
inmediato y recibir nuestro primer pago tres meses después. Pero el tener
trabajo, nos permitía pedir prestado con la seguridad de poder pagar al recibir
el pago de nuestros emolumentos. Fue así que casi todos los compañeros de mi
grupo nos fuimos a trabajar a Tijuana, Baja California. En este lugar, nos
convertimos en una fuerza política muy importante. Por primera vez los maestros
convocamos a una manifestación multitudinaria en contra de los mercenarios
cubanos que, con el apoyo de los gringos, habían invadido a Cuba por la región
de Bahía de Cochinos, con el propósito de derrocar el gobierno encabezado por
Osvaldo Dorticós Torrado y por los comandantes Fidel Castro, el Che Guevara,
Raúl Castro y Camilo Cienfuegos, entre otros destacados combatientes de la
Revolución Cubana
Nuestro prestigio
político en esta pacífica frontera con los EU estremeció a los servicios de
inteligencia de los gringos y nosotros nos convertimos en una fuerza política
hasta entonces desconocida en esta ciudad. De inmediato entró en contacto con
nosotros un comunista de cepa llamado Blas Manrique. En los años de persecución
contra los comunistas, intentaron matarlo metiéndolo en un costal y aventándolo
al mar en las playas de Rosarito. Fue el peso de su cuerpo y las olas del mar
lo que rompió el costal y las olas lo sacaron a la orilla salvándole la vida.
Al darse cuenta del peso político que representábamos, empezó a rodearnos de
apoyo convirtiéndose en nuestro maestro de marxismo. Puso a disposición de
nosotros su librería, su cine club y aprovechábamos la mitad del día para irnos
a estudiar en círculos de estudio en lo que entonces eran las desiertas playas
de Tijuana
Blas Manrique cambió
las ideas religiosas y acotó nuestro fanatismo. Hablo en plural porque en esa
época, la mayoría de los que habíamos llegado a Tijuana teníamos un origen
campesino. Con éste, venían no solo comportamientos y modos de ser diferentes.
La mayor parte de los sesenta y dos maestros recién llegados, traíamos en la
piel el signo del catolicismo que cada quien, por su lado, en su niñez, lo practicábamos
con la mayor devoción. La presencia nuestra preocupó a los servicios de
inteligencia de los Estados Unidos. Sin darnos cuenta, personas de ese país nos
vigilaban y seguían a todas partes con el afán de saber nuestros movimientos y
nuestros contactos. Desconfiados como son y defensores a ultranza de la guerra
fría, lo primero que hicieron fue quitarnos el tarjetón que nos servía como
pasaporte para visitar San Diego o San isidro, ciudades fronterizas de la
ciudad de Tijuana. Desde entonces ya no pudimos cruzar al lado americano
El 15 de mayo se
celebraba el día del maestro. Mis amigos y yo decidimos celebrarlo con nuestras
novias que estaban radicadas en Ensenada, Baja California. El punto de reunión
para irnos en bola, era un restaurante Bar que estaba a la salida de Tijuana
que se llamaba Flamingos. Antonio Valentín, Reynaldo Solano Vázquez y yo íbamos
en mi auto. Antes de que llegaran los demás, nos tomamos unos alcoholes para
hacer menos tediosa la espera. Una hora después, aproximadamente, mis amigos pasaron
como bólidos sin hacer pareada donde los esperábamos. Pagamos la cuenta y nos
arrancamos con la idea de alcanzarlos en el camino. Pasando las playas de
Rosarito, por la velocidad que llevábamos y la inexperiencia, sufrimos una
volcadura que nos puso al borde de la muerte. Caímos en un desfiladero de 20
metros de altura justo en el momento en que las aguas del mar nos echaron a la
orilla
Como es de suponerse,
no alanzamos a nuestros amigos. Ellos llegaron a Ensenada y después de una hora
de espera se regresaron a buscarnos. Cuando llegaron a Rosarito, la grúa estaba
sacando el auto de las aguas del mar y nosotros ya íbamos en una ambulancia
rumbo al hospital de Ensenada. Por fortuna los tres salimos vivos, sólo con
fracturas. La celebración del día del maestro se canceló y las novias nos
mandaron por un tubo porque creyeron que las habíamos hecho gastar y al final
las dejamos plantadas. Mis compañeros después de ser revisados y atendidos de
sus heridas fueron dados de alta. Yo quedé detenido por ir manejando en estado
de ebriedad y haber destruido varios postes de señalización en las vías
federales de comunicación. A los pocos días, las autoridades de Tijuana
pidieron mi traslado a esa ciudad y allí las influencias del grupo hicieron
posible mi liberación
Afines del mes de junio
terminó el año escolar y los mismos decidimos regresar a México para ver a
nuestros familiares y disfrutar de algunos días de vacaciones. En mi caso, mi
novia que había dejado en el DF me rodeo de todo el apoyo, me conectó con los
dirigentes del Movimiento Revolucionario del Magisterio, pues ella y su familia
eran othonistas de hueso colorado y su influencia me llevó a un congreso
clandestino que hicimos en una noche de julio de 1961 en las chinampas de
Xochimilco. En ese Congreso me eligieron miembro del Cuerpo Directivo en el que
estaban los comunistas Lino Medina Salazar, Vicente Villamar, Iván García Solís
y Manuel Ontiveros. Al termino de las vacaciones a finales de agosto, ya no
regresé a Tijuana. Mis compromisos políticos estaban ubicados en la urbe que me
formó, que me quitó mis complejos y me llevó a las filas del Partido Comunista
después de apoyar a los maestros, a los ferrocarrileros y a los médicos que
estaban luchando por la libertad sindical y contra el artículo del código penal
federal que llevaba a la cárcel a todo aquel que se manifestara en contra del
gobierno