De cómo un niño lo hizo volar un
colibrí
Dedicado a mi padre
Por JESÚS SOSA CASTRO
Después de varios meses
de encierro volví a mi guarida de descanso en un lugar de Morelos. Cuando vivía
mi padre y nos visitaba, solíamos caminar por las tardes acompañados de mi
perro Yari por los jardines y calles empedradas de este tranquilo lugar. Casi
no hablábamos, pero en ambos, algo silencioso iba con nosotros y por momentos sentíamos
que eso, estaba a punto de estallar. Mi
padre había acumulado hechos y experiencias que de cuando en cuando me los
compartía. Hablaba de la pobreza que vivió, del mal trato que recibía de sus
padres, de su conducta solidaria con otros agraviados por el autoritarismo de los
tatas mandones. La mayoría de éstos eran explotadores de su propia prole, de
las esposas o de sus hijos políticos. Así era el patriarcado. Esas caminatas
eran para mí una especie de recuperación de los años que me separaron de él. Nuestra
junta quería expresar el sólido cariño que en nosotros habían dejado los años
Después de un buen caminar,
volvíamos a la casa, para acogernos a la verde y frondosa placidez del encino
que aún sigue orgullosamente de pie. Disfrutábamos del gorjeo y el aletear de los
mirlos y las urracas que llegaban a dormir. Tal vez buscaban el silencio para
estar en condiciones de cerrarles las alas a sus sueños. En una de esas salidas
mi padre me dijo: Te voy a contar algo que aún traigo pegado a mi piel. Empezó
hablando de su vida, de sus apuros económicos, de sus aspiraciones frustradas y
de su ignorancia por apenas saber leer y escribir. Yo lo oía con respeto no
solo porque era mi padre, sino porque sus narraciones cruzaban todas las fibras
de mi corazón
Lo que más me llegó, empezó
diciendo mi padre, fue la vida de un niño, hijo de un indígena que trabajó
conmigo y al que por apodo le llamaban “El Cuándo” El papá y él, apenas
pergeñaban el español. Nunca conocí sus nombres. La carga de las preocupaciones
era que su hijo fuera a la escuela, que aprendiera a leer y escribir, jugar con
sus compañeros, celebrar con ellos sus encuentros. ¡Lo logró! El niño de vez en
cuando, expresaba su deseo de llevar sus pasos por los lugares que a él le
atraían, aunque siempre caía en la tentación de andar por donde iba la bola. Un
día, sin pensarlo mucho, se encaminó por las veredas que él conocía. Le gustaba
juguetear con su soledad, con sus recuerdos y disfrutar de las sombras de un viejo
tamarindo que siempre le daba cobijo a su cansancio y a sus enfados
Aunque sus amigos lo
jalaban, casi siempre tomaba ese rumbo, traía el ADN de un campesino, gustaba
de la naturaleza, le cautivaban las ramas del viejo árbol, su tronco, sus raíces.
Al pasar por allí, siempre hacía una parada, veía a su alrededor, y en pleno descanso,
miraba hacia el frondoso ramaje del árbol cuyos frutos degustaba con fruición. Observaba
que en sus flores y frutos se posaban toda clase de aves y de insectos. Pero
era un colibrí el que le llenaba de admiración y de ternura. Le gustaba la
libertad con que iba y venía este hermoso pajarillo. Su esbeltez, sus veloces
alas y su pico largo oteaban todo en busca de la miel que se escondía en el lugar
donde a las flores les nacen los pistilos
Yo quiero ser un colibrí,
decía para sí el niño. Y empezó a zurcir en su cerebro todo un ato de ideas que
lo hicieran parecerse a este hermoso chupaflor. ¿Cómo haré, se preguntó, para
volar como él? Pensativo y con rápidos reflejos pensó que la respuesta la traía
en su mochila. Y el niño empezó a leer renglón por renglón todo el acervo que,
sin saber, cargaba en su pesado equipaje. Su proyecto de convertirse en colibrí
empezó a tomar forma, sintió que le salían alas, que su pensamiento volaba y
que las palabras de sus libros le insuflaban el aliento necesario para levitar.
El niño nunca dejó de pasar por las sombras de su árbol. Sus ideas eran un
espejo en el que podía ver las lecturas que andaban en su cerebro. El colibrí, orgulloso
de seguir viendo a su amigo, continuaba su vuelo chupando la miel de las flores.
Estaba complacido de ver que el joven de ahora, seguía estudiando el mundo desde
las mismas sombras de su viejo y amado tamarindo
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