lunes, 15 de julio de 2024

 

Ando en busca de El Carrizo

Por JESÚS SOSA CASTRO

Un lunes de octubre de 1971 me dirigía a mi trabajo que ejercía como maestro de enseñanza primaria en lo que en ese entonces era la Dirección No. 2. Por la calle de Misterios, a la altura del Colegio Mier y Pesado en la Col. Tepeyac Insurgentes, dos vehículos policíacos me impidieron el avance poniéndose uno adelante y otro atrás del mío. De ambos bajaron 4 tipos y se subieron a mi auto. Con amenazas y presiones de diverso tipo, me dijeron: ¡Por fin te hemos encontrado! La vas a pasar negra si no nos dices donde tienen secuestrado a Julio Hirschfel Almada Yo ni lo conocía. En esos momentos empezaron las patadas y las agresiones verbales

Me llevaron a un hangar ubicado en la parte sur del aeropuerto de la CDMX donde les dan mantenimiento a los aviones. Allí empezaron las torturas. Dos noches después me llevaron a los sótanos de Tlascoaque. En ese tétrico lugar las torturas fueron diarias durante dos meses. Inmersión en el “pocito” que estaba en la Basílica, en pilas donde beben agua los caballos de la montada, simulacros de fusilamiento y golpes físicos y psicológicos. Hecho una piltrafa, me tiraban en una celda de 4x4 metros, sin sanitarios, sólo un hoyo en el centro, un lavaba manos que siempre estaba goteando

La primera noche que llegué en esas condiciones a esa celda, el humanismo y la solidaridad de un jovencito apodado El Carrizo, juntó los pedazos del periódico Alarma y me los tendió en el piso frío para que allí me acostara. A partir de esos momentos nació entre nosotros una gran amistad. Por las mañanas lo sacaban los torturadores y se lo llevaban con rumbo desconocido. Con los días me platicó que se dedicaba al robo de casas habitación de los ricachones como Luis Echeverría Álvarez y, desde entonces, en su calidad de “zorrero” le asignaron una cuota diaria para sus carceleros

Un preso político y un preso común hicieron una gran amistad. Su actitud hacia mí no tuvo parangón. Me cuidaba y me apreciaba por lo que políticamente representaba para él. Nos unió para siempre algo que no es fácil describir. De entonces a la fecha sólo una vez nos hemos reunido en libertad. Desayunamos juntos y recordamos llorando lo que pasamos juntos en esas mazmorras. En esa ocasión le propuse escribir algo sobre nuestras memorias en la oscuridad de la mazmorra. Se vino la pandemia y perdimos contacto. Hoy ando en su busca, quiero terminar de escribir el testimonio que en la cárcel atravesó nuestras vidas. Quiero hacerle saber que la amistad y el respeto que nos debemos, son algo más que el encarcelamiento y tan importante como estar en libertad. Sólo le reitero a donde quiera que esté, que cumplí lo que me pidió cuando después de tres meses salí de Tlascoaque. Prenderle una veladora al santo de los zorreros ubicado en la Basílica de Guadalupe. ¡Lo cumplí! Antes de que termine mi ciclo, quiero que lea lo que he escrito sobre nuestro encarcelamiento, sobre el nacimiento de nuestra amistad y sobre la invaluable amistad que forjamos desde la cárcel

 

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