Ando en
busca de El Carrizo
Por JESÚS
SOSA CASTRO
Un lunes de octubre de 1971 me dirigía a mi trabajo que
ejercía como maestro de enseñanza primaria en lo que en ese entonces era la
Dirección No. 2. Por la calle de Misterios, a la altura del Colegio Mier y
Pesado en la Col. Tepeyac Insurgentes, dos vehículos policíacos me impidieron
el avance poniéndose uno adelante y otro atrás del mío. De ambos bajaron 4
tipos y se subieron a mi auto. Con amenazas y presiones de diverso tipo, me
dijeron: ¡Por fin te hemos encontrado! La vas a pasar negra si no nos dices
donde tienen secuestrado a Julio Hirschfel Almada Yo ni lo conocía. En esos
momentos empezaron las patadas y las agresiones verbales
Me llevaron a un hangar ubicado en la parte sur del aeropuerto
de la CDMX donde les dan mantenimiento a los aviones. Allí empezaron las
torturas. Dos noches después me llevaron a los sótanos de Tlascoaque. En ese
tétrico lugar las torturas fueron diarias durante dos meses. Inmersión en el “pocito”
que estaba en la Basílica, en pilas donde beben agua los caballos de la
montada, simulacros de fusilamiento y golpes físicos y psicológicos. Hecho una
piltrafa, me tiraban en una celda de 4x4 metros, sin sanitarios, sólo un hoyo
en el centro, un lavaba manos que siempre estaba goteando
La primera noche que llegué en esas condiciones a esa celda, el
humanismo y la solidaridad de un jovencito apodado El Carrizo, juntó los
pedazos del periódico Alarma y me los tendió en el piso frío para que allí me
acostara. A partir de esos momentos nació entre nosotros una gran amistad. Por
las mañanas lo sacaban los torturadores y se lo llevaban con rumbo desconocido.
Con los días me platicó que se dedicaba al robo de casas habitación de los
ricachones como Luis Echeverría Álvarez y, desde entonces, en su calidad de “zorrero”
le asignaron una cuota diaria para sus carceleros
Un preso político y un preso común hicieron una gran amistad.
Su actitud hacia mí no tuvo parangón. Me cuidaba y me apreciaba por lo que
políticamente representaba para él. Nos unió para siempre algo que no es fácil
describir. De entonces a la fecha sólo una vez nos hemos reunido en libertad. Desayunamos
juntos y recordamos llorando lo que pasamos juntos en esas mazmorras. En esa ocasión
le propuse escribir algo sobre nuestras memorias en la oscuridad de la mazmorra.
Se vino la pandemia y perdimos contacto. Hoy ando en su busca, quiero terminar
de escribir el testimonio que en la cárcel atravesó nuestras vidas. Quiero
hacerle saber que la amistad y el respeto que nos debemos, son algo más que el
encarcelamiento y tan importante como estar en libertad. Sólo le reitero a
donde quiera que esté, que cumplí lo que me pidió cuando después de tres meses
salí de Tlascoaque. Prenderle una veladora al santo de los zorreros ubicado en
la Basílica de Guadalupe. ¡Lo cumplí! Antes de que termine mi ciclo, quiero que
lea lo que he escrito sobre nuestro encarcelamiento, sobre el nacimiento de
nuestra amistad y sobre la invaluable amistad que forjamos desde la cárcel
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