Hoy escribiré para mi madre
Por JESUS SOSA CASTRO
Hace muchísimos años, en la parte alta del nudo mixteco, allá
en la Sierra Madre del Sur, nació una mujer
campesina que a los 18 años se convirtió en mi madre. Fui el primero de sus
nueve hijos procreados en esas montañas inhóspitas, agrestes y alejadas de la
civilización. Haber nacido y sobrevivido por muchos años en esos lugares, no
dejó de ser un triunfo de la naturaleza. Pues mis progenitores venían de
familias numerosas, analfabetas y empobrecidas hasta lo indecible
Recuerdo que los primeros años de mi vida los pasé como peón al
lado de mi padre. Cuando no andábamos en la siembra, estábamos desmontando los
campos y preparando la tierra para el ciclo agrícola siguiente. Las jornadas de
trabajo empezaban a las cinco de la mañana y a las seis de la tarde apenas regresábamos
a casa. Mi madre, antes que nosotros, se levantaba a moler y hacernos el
almuerzo. Su vida de mujer campesina no le permitió conocer la tecnología que aligerara
su trabajo y lo hiciera menos penoso. Siempre estuvo pegada al metate haciendo
tortillas, salsas de chile guajillo y frijoles de la olla
Años después, las calamidades se acrecentaron en mi familia.
A mi padre le quitaron la tierra que le rentaban para trabajar y como a los
pueblos originarios, los poderosos nos fueron echando hacia los lugares más inaccesibles.
Vivíamos en constantes peregrinaciones en busca de espacio para trabajar. Junto
con ellos, nos fuimos montañas arriba, y allá, en la cresta de una de ellas, limpiamos
una cueva natural para convertirla en nuestra vivienda. Una vez instalados nos
pusimos a desmontar pequeñas parcelas para luego ponernos a sembrar. Allí fue
donde por primera vez, vi llorar varias veces a mi madre. ¡No tenía nada que saciara
el hambre de su prole!
Supongo que por andar todo el día trabajando con mi padre, no
me daba cuenta de los sufrimientos de esta
diligente mujer. Tampoco entendí la actitud parcial y a veces grosera de
mis abuelos paternos. Fue después de haber cursado los primeros años en una
escuela rural, que empecé a darme cuenta que en la familia de mi padre no lo
trataban bien porque siempre luchó por ser un hombre independiente. En esos
tiempos, el núcleo familiar lo conservaban los “papás grandes” y los hijos,
nueras y nietos, tenían que vivir hacinados bajo el techo de los tatas mandones.
Creo que estas fueron las causas por las que mi madre, quiso romper esa
dependencia y vivir aparte con sus hijos. Hoy, siete décadas después, estoy
convencido que esa fue la causa de sus constantes desavenencias con mis abuelos
Un día, por la noche, vi que mi padre se despedía de nosotros
y le recomendaba a su esposa que nos cuidara. Tomó su vieja escopeta calibre
doce, unos harapos que hacían las veces de cobija y se fue sin que supiéramos
hacia dónde. Varios días después me enteré que la leva, andaba levantando a los
hombres en edad de ser incorporados en las filas del ejército, para luchar
contra las bandas que había dejado la guerra cristera. Mi madre y sus hijos,
habían sido abandonados por meses, mientras mi padre era obligado a pelear en
defensa del Estado “revolucionario” y librar, contra su voluntad, batallas que
en nombre de Cristo Rey, los cristeros habían convertido en un propósito
indefendible
Al paso de los años me fui a terminar la primaria al Distrito
de Acatlán, Puebla, en la región de la mixteca poblana. Después la secundaria,
la normal, la preparatoria y dos años en la escuela de Ciencias Políticas de la
UNAM. Cuando tenía dos años estudiando en la ENM mi madre cayó gravemente
enferma. Con la ayuda de mis amigos me la traje al Hospital 20 de Noviembre,
con la intención de atenderle sus males. Su salud se agravó y en las tardes de
visitas, pegado a su cama, oía los sollozos que le causaba estar enferma y
lejos de su familia
Un día, los médicos me informaron que se intentaría una
operación para tratar de salvarle la vida, pero no nos daban seguridad de
lograrlo. Le avisé a mi padre de esta situación, se vino de inmediato a México
y ambos hablamos con ella. Nos pidió que la sacáramos de allí y que la lleváramos
de vuelta a su casa. Decidimos oírla y en una ambulancia nos la llevamos a
trescientos veinticinco kilómetros de la ciudad capital. En Río Frío, a las
tres de la mañana, expiró en los brazos de mi padre. A la fecha han pasado
cinco décadas justas. Nunca pude valorar lo que ella significó para mí
Hoy, coincidiendo con los cincuenta años de su fallecimiento,
y a propósito del día de la mujer, con toda humildad pero con todo el corazón,
le rindo un homenaje y un reconocimiento a la autora de mis días. Lo hago ahora
porque no supe hacerlo cuando vivía. ¡Eso
hubiera sido lo mejor y seguramente lo más hermoso para ella! No pude abrazarla
como hoy lo hubiera hecho. Lamento que se haya ido sin que supiera que la amaba, que sin decírselo jamás, compartí sus penas, sus
sufrimientos y sus horas de contento. Le
debía esta explicación y este reconocimiento a mi madre y hoy, aunque tarde, va
este homenaje público para reivindicar su vida y su trabajo, pero sobre todo,
su amor
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