Yo no me quiero morir en invierno
Por JESUS SOSA CASTRO
Eran las seis treinta de la mañana del día martes 21 de enero.
El frío entraba por los resquicios de mi cuerpo hasta llegar a los huesos. Los
viandantes, ensimismados la mayoría, eran presas de su premura, de sus
problemas. Nadie miraba a nadie, algo los llevaba de manera automática a algún
lugar de trabajo. La ansiedad los empujaba, querían llegar a tiempo para no ser
sancionados por el reloj checador o por un patrón explotador que siempre va por
la plusvalía que genera el trabajo de los empleados o de los obreros
Confieso que en mucho tiempo no me había puesto a observar lo
que pasa a partir de las cinco de la mañana en las calles de México. Miles de
mujeres y hombres van y vienen llevados por el trasiego que implica vivir en
una ciudad enorme que está llevando a su gente a moverse como autómata. El
contexto social que le dio vida a esta ciudad hace décadas y que expresaba las
costumbres del México profundo, al paso del tiempo generó indiferencia y armó una
mixtura de materia muerta, omisa, con la cual no hay comunicación y sí obstáculos
con los que uno se tropieza
En ese trajinar diario yo me vi envuelto esa mañana. Una cita
médica me tenía acalambrado porque iba a ella pensando que otra vez podría ser
diferida. Los pacientes siempre son víctimas de las políticas burocráticas de
un gobierno que tiene alma privatizadora y es ajeno al dolor humano y al
tratamiento eficiente que nos merecemos todos los mexicanos. Esta permanente
posibilidad de ser maltratado, no introduce confianza ni ánimo para ir a un
hospital. Presa de esos sentimientos y preocupaciones estaba, cuando el
semáforo indicó seguir adelante. De pronto, por el lado izquierdo de mi auto,
un anciano con la cara partida por las arrugas y los golpes de una vida llena
de agravios, tocaba con desesperación el vidrio que impedía la entrada rafagueante
de un invierno inclemente
Los automovilistas que venían atrás de mí casi me empujaban
para seguir avanzando. Pero la cara del viejo taladró mis sentidos y treinta
metros adelante, me di la vuelta para escuchar al anciano que casi se doblaba
por el peso de sus tribulaciones. Estacioné mi carro en la calle de Lerdo
esquina con Reforma y salí para encontrarme con el Sr que, en llanto continuo,
se acercaba a mi persona. ¿Qué le pasa, Señor? ¡Pregunté compungido! Con sus
manos al frente y temblando, me dijo: “Me
estoy congelando de frío Señor y la verdad, yo no me quiero morir en invierno”
¡Me quedé estupefacto! No por la respuesta, que en sí misma expresaba el mal que
padecen millones de personas en todo el país. ¡NO!
Lo que me quebró, fue la compulsión que percibí yacía en el
interior de su alma. Entendí que en la estructura de ese viejo cuerpo, estaba
expresa la actitud miserable de un régimen político que también mata por
abandono, por hambre y por frío. Su temblor y su llanto no solo eran de pena y
de dolor. El viejo quería expresar su condena a quienes abusando de nuestra
paciencia, han sembrado resentimiento y muerte por toda la geografía del país.
Estoy seguro que era esto lo que la parte interna de su corazón me estaba
diciendo sobre el sistema y la cúpula del poder. Era esto también lo que lo
estaba llevando a llorar y a vivir en la calle
Lo cubrí con mi vieja chamarra, le di algunos pesos y me
abrace de él como si en sus palabras estuvieran viniendo a mí los miles y miles
de viejos que caminan su vida sin ser oídos por nadie. No sé si alivié un poco
las penas de este señor que ni siquiera su nombre conocí. Sus ojos y su cara,
el sufrimiento que se escurría en forma de lágrimas por esa piel terrosa y
vieja, son la fotografía que quise describir en estas palabras. ¡No aguantaba
la pena ni entendía el sufrimiento de este hombre triste! Pero a horas de que
mis ojos vivieran este drama y se estremecieran las fibras de mi alma, pensé
que sería saludable poner en la mente de aquellos que aún se conmueven, la
sombra de una felicidad perdida, a la que seguramente tenía derecho este señor y
que, viejo ya, ni siquiera soñaba con tener el cobijo y el cariño de algún
familiar
¡No sé si estas palabras sirvan para algo! Por lo pronto me
están sirviendo a mí porque el dolor y las penas del anciano, que no quiere
morir en invierno, me llenaron de una ternura que aún traigo pegada en la piel.
Inexplicable que miles de personas estén llevando su suerte a las calles de
México, me dije. Esas calles que están llenas de soledad a pesar de los que van
y vienen todas las horas del día. Ojalá que mis palabras sirvan para
preguntarnos por qué hemos permitido que este país, esté pariendo a tantos
millones de pobres que se tuercen de hambre y de frío en todos los espacios de
la nación
¡Me fui a donde iba! Llegué cuando ya había pasado mi turno.
Leí el cartel de la puerta y en él estaba el aviso: “Si llega tarde a su cita,
agéndela otra vez” Me retiré doblemente encabronado. A la pena del viejo lleno
de frío y de abandono, sumé la mía. Ambas expresaban la irritación de miles de
mujeres y hombres que viven maltrato en el país y en los nosocomios de México.
¿Será -pensé- que estamos entrando a lo que plantea el maltusiano japonés Taro
Aso, que pide a los viejos que se apresuren a morir porque son una carga
fiscal? ¡Qué poca madre, carajo, en todas partes se
cuecen habas!
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