miércoles, 30 de mayo de 2018


Las montañas y veredas que oyeron mis pasos caminar

Por JESÚS SOSA CASTRO

Varias veces he contado aquí que estudié media primaria en una escuela rural ubicada en una depresión que forman dos grandes macizos montañosos en la mixteca poblana. En este lugar fui dejando anticipadamente mi niñez porque a mi padre le urgía que yo le ayudara a trabajar para disminuir un poco la miseria que rodeaba a esta familia campesina. Pronto aprendí a manejar las herramientas del campo, a correr a caballo por el monte atajando el ganado que entraba a los sembradíos y a roturar la tierra para meses después mirar satisfecho el producto de mi trabajo
Junio era el tiempo de sembrar y a fines de noviembre había que recoger la cosecha. Mi padre formaba parte de la cultura del tequio, de la ayuda mutua, de la solidaridad. Levantar la cosecha reunía a decenas de personas de los ranchos vecinos. Las mujeres se encargaban de ayudar a mi madre en la molienda, a matar los guajolotes, hacer el mole y las tortillas para darle de comer a la gente. Siendo chamaco, me gustaba que los hijos de los campesinos y yo compartiéramos el acarreo de la mazorca. Disfrutábamos bajar las laderas encarrerados montados en los burros, compitiendo para ver quién de los chilpallates llegaba primero al lugar donde volvería a ser cargada la mazorca
En este quehacer conocí a muchos campesinos como mi padre y como yo que cincuenta años después recuerdo con respeto. Dos de ellos eran Florentino y su hermano José Mejía. Por su sembrado se abría un camino por el que pasábamos los burros cargados de maíz, los enseres que componían el patrimonio de una familia semi nómada y un montón de pollos y gallinas enganchados en racimos en la parte lateral de la silla de los burros. Atrás venían los niños arreando las parvadas de guajolotes que se daban como almácigos comiendo de todo en los terrenos de la siembra 
Estos hombres y sus familias se me perdieron hace décadas. Fue al través de las redes sociales que encontraría una rama de ese árbol que compartió sus sombras durante algunos años de mi vida. Me puse a hurgar en el muro de Concepción Mejía y al final encontré que lo que sólo era una suposición, se convirtiera en una hermosa realidad. Seis décadas de no saber nada de esta familia me volvió a esas tierras inhóspitas que tanto me enseñaron en mi juventud. De inmediato me puse a buscar todos los hilos sobre ella, no sólo porque me interesaba comprobar nuestro parentesco sino porque sus ideas y sus comentarios sobre esas tierras eran similares a los míos
A los pocos días nos buscamos y formalizamos un encuentro que estamos a punto de realizar. La hija de José Mejía quien traté y quien junto a mi padre contribuimos a darle vida a lo que ahora son poblados abandonados por las manos del Señor, la llenaré de abrazos en este único y especial encuentro que vamos a tener. La veré en su casa porque mi viejo cuerpo ya no es capaz de subir las enhiestas montañas que en otro tiempo caminé. Son lugares de los que mucho aprendí pero que hoy, seis décadas después, vuelvo solo en plan de recuperar mis recuerdos que, en varias alforjas, guardado celosamente con la mayor devoción
Durante este tiempo esas montañas no oyeron caminar mis pasos. Me alejé de ellas para alimentar mi alma con algo más que la hermosa rutina de ver las estrellas tendido en un petate de palma a la caída de la noche. Con Conchita nos encontraremos en su casa de Axuchitlán a unos metros del río que en épocas de estiaje llevábamos el ganado a tomar agua. Recorreré el mismo camino que en mis años mozos llevaba a los peregrinos montados en los burros para ir a la feria de Tejalpa. Veré esos cerros y esas cañadas por última vez. Quiero llevarme en mis ojos la fotografía de esos lugares tan pobres y tan míos como lo era en mi niñez ver al padre de Conchita cortar las enormes sandías y trabajar el huerto de papayas que alrededor de su pozo, cuidaba como la niña de sus ojos
Regresar a esos lugares me da cierta tristeza. Ya no conozco a nadie de mi generación que junto conmigo pudiéramos oler los sudores nuestros y oír caminar las bestias que cansadas llevaban sobre sus lomos las pesadas cargas de maíz. Me acompaña mi esposa en esta aventura. Ella es una mujer que ya en otro momento estuvo conmigo visitando lo que antes eran nuestras chozas y que ahora han sido derruidas por las hierbas y el monte que en otro tiempo cortamos para vivir cerca de un futuro que esperábamos sembrar. Hoy, otras generaciones admirarán esas veredas y esas montañas, las cuales, estoy seguro, también oirán sus pasos caminar      

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