Don Cuando,
su hijo y el colibrí
Por JESÚS
SOSA CASTRO
Cuando de niño vivía y trabajaba en la montaña con mi padre, la
relación con el hijo de “Don Cuando” contenía una hermandad que hoy le rindo
homenaje. A pesar de que trabajábamos juntos, nunca supe el nombre ni de él ni el
de su padre. El tiempo y las circunstancias nos separaron. Después de que ha
llovido bastante, mi guarida que tengo en Morelos me ha servido para recordarlos.
Por las tardes y en silencio, oigo el aletear de las urracas que llegan a
dormir a la araucaria y al encino de la casa. Creo que buscaban el silencio
para cerrarles las alas a sus sueños. En paralelo, aparecía el recuerdo de Don
Cuando y de su hijo, ambos significaron mucho para mí. Ninguno de los dos
hablaba el español. Pero la carga de las preocupaciones de Don Cuando, era que
su hijo fuera a la escuela, que aprendiera a leer y escribir, jugar con sus
compañeros y celebrar con ellos sus encuentros
Don Cuando aceptó que su hijo fuera a la escuela. El primer
día de clases le recomendó: no te vayas a perder. El niño le decía a su padre
que llevaría sus pasos por los lugares que él recorría, aunque también pensaba
que podía caer en la tentación de andar por donde iba la bola. Las
circunstancias hicieron que un día, sin pensarlo mucho, se encaminara por las
veredas que siempre recorría. Le gustaba juguetear con su soledad, con sus
recuerdos y disfrutar de las sombras de un tamarindo que en su camino le daba
cobijo a su cansancio
De cuando en cuando sus amigos lo jalaban, pero él tomaba su
rumbo, traía el ADN de un campesino que gustaba de la naturaleza. Le cautivaban
las ramas del tamarindo, su tronco, sus raíces. Al pasar por allí, siempre
hacía una parada, veía a su alrededor, y en pleno descanso, miraba hacia el
frondoso ramaje del árbol cuyos frutos siempre degustaba. Observador como era
veía que en sus flores se posaban aves e insectos. Un colibrí era el que le
llenaba de admiración y de ternura. Le gustaba la libertad con que iba y venía
el hermoso chupamirto. Su esbeltez, sus veloces alas y su largo pico oteaban
todo en busca de la miel que se escondía en el lugar donde a las flores les
nacen los pistilos
Yo quiero ser un colibrí, decía para sí el niño. Y empezó a
zurcir en su cerebro todo un ato de ideas que lo hicieran parecerse a este picaflor.
¿Cómo haré, se preguntó, para volar como él? Pensativo y con rápidos reflejos pensó
que la respuesta podría estar en sus libros. Y el niño empezó a leer renglón
por renglón todo el acervo que, sin saber, cargaba en su desvencijado equipaje.
Su idea empezó a tomar forma, sintió que le salían alas, que su pensamiento
volaba, que las palabras de sus libros le insuflaban el aliento necesario para
levitar. Las sombras de su árbol lo animaban. Sus ideas se convirtieron en un espejo
en el que podía ver las lecturas que andaban en su cerebro. El colibrí, en
cambio, nunca dejó de recorrer las ramas llenas de flores, le gustaba ver a su
amigo compartiendo el encanto que el árbol y sus flores le hacían crecer los pálpitos
de su corazón. Percibió que su joven amigo, seguía estudiando el mundo desde
las mismas sombras de su amado tamarindo
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