jueves, 19 de junio de 2025

 

Don Cuando, su hijo y el colibrí

Por JESÚS SOSA CASTRO

Cuando de niño vivía y trabajaba en la montaña con mi padre, la relación con el hijo de “Don Cuando” contenía una hermandad que hoy le rindo homenaje. A pesar de que trabajábamos juntos, nunca supe el nombre ni de él ni el de su padre. El tiempo y las circunstancias nos separaron. Después de que ha llovido bastante, mi guarida que tengo en Morelos me ha servido para recordarlos. Por las tardes y en silencio, oigo el aletear de las urracas que llegan a dormir a la araucaria y al encino de la casa. Creo que buscaban el silencio para cerrarles las alas a sus sueños. En paralelo, aparecía el recuerdo de Don Cuando y de su hijo, ambos significaron mucho para mí. Ninguno de los dos hablaba el español. Pero la carga de las preocupaciones de Don Cuando, era que su hijo fuera a la escuela, que aprendiera a leer y escribir, jugar con sus compañeros y celebrar con ellos sus encuentros

Don Cuando aceptó que su hijo fuera a la escuela. El primer día de clases le recomendó: no te vayas a perder. El niño le decía a su padre que llevaría sus pasos por los lugares que él recorría, aunque también pensaba que podía caer en la tentación de andar por donde iba la bola. Las circunstancias hicieron que un día, sin pensarlo mucho, se encaminara por las veredas que siempre recorría. Le gustaba juguetear con su soledad, con sus recuerdos y disfrutar de las sombras de un tamarindo que en su camino le daba cobijo a su cansancio

De cuando en cuando sus amigos lo jalaban, pero él tomaba su rumbo, traía el ADN de un campesino que gustaba de la naturaleza. Le cautivaban las ramas del tamarindo, su tronco, sus raíces. Al pasar por allí, siempre hacía una parada, veía a su alrededor, y en pleno descanso, miraba hacia el frondoso ramaje del árbol cuyos frutos siempre degustaba. Observador como era veía que en sus flores se posaban aves e insectos. Un colibrí era el que le llenaba de admiración y de ternura. Le gustaba la libertad con que iba y venía el hermoso chupamirto. Su esbeltez, sus veloces alas y su largo pico oteaban todo en busca de la miel que se escondía en el lugar donde a las flores les nacen los pistilos

Yo quiero ser un colibrí, decía para sí el niño. Y empezó a zurcir en su cerebro todo un ato de ideas que lo hicieran parecerse a este picaflor. ¿Cómo haré, se preguntó, para volar como él? Pensativo y con rápidos reflejos pensó que la respuesta podría estar en sus libros. Y el niño empezó a leer renglón por renglón todo el acervo que, sin saber, cargaba en su desvencijado equipaje. Su idea empezó a tomar forma, sintió que le salían alas, que su pensamiento volaba, que las palabras de sus libros le insuflaban el aliento necesario para levitar. Las sombras de su árbol lo animaban. Sus ideas se convirtieron en un espejo en el que podía ver las lecturas que andaban en su cerebro. El colibrí, en cambio, nunca dejó de recorrer las ramas llenas de flores, le gustaba ver a su amigo compartiendo el encanto que el árbol y sus flores le hacían crecer los pálpitos de su corazón. Percibió que su joven amigo, seguía estudiando el mundo desde las mismas sombras de su amado tamarindo

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